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domingo, 8 diciembre 2024

¿Cómo viajaron tus antepasados italianos a Sudamérica en el siglo XIX?

"Al llegar a la línea ecuatorial, algunos esperabamos ver en el mar una línea flotante que separase los hemisferios norte y sur. No vimos nada de eso, más bien se nos informó que pronto veríamos por fin América".

¿Te has preguntado cómo vivieron tus antepasados italianos el viaje de Italia a Sudamérica? Si los tuyos emigraron a mediados del siglo XIX déjame decirte que el viaje para ellos no fue para nada fácil.

Las condiciones durante la navegación y los riesgos a que las frágiles naves de esa época fuesen devoradas por las olas eran peligros latentes. Sólo marineros expertos, verdaderos lobos de mar de la Liguria, lograban sortear con éxito todas esas dificultades para llevar a puerto, sanos y salvos, tanto a pasajeros como a la tripulación.

En el libro Via delle Americhe de la escritora Mirella Zolezzi, encontramos el relato de Giovanni, tío del protagonista, Lorenzo Policario Zolezzi, que le cuenta a su sobrino cómo era emigrar de Genova a los puertos de Sudamérica: Montevideo, La Plata, Valparaiso y Callao. A continuación un extracto de ese relato que sin duda nos harán revivir las peripecias que pasaron nuestros antepasados para llegar a Sudamérica.

La decisión de emigrar a Sudamérica

Yo sobrino mío tenía 18 años cuando en 1875 me embarqué al Perú. Nuestra familia no tenía problemas de dinero. Mi padre y sus tres hermanos eran propietarios de uno de los tantos veleros que existían en Riva Ponente. Apenas cumplí los 13 años me embarcaron por primera vez en una nave y desde entonces me acostumbré a sentir en el rostro los golpes de las olas. Aprendí a comerciar vino en las rutas de la isla de Elba y queso pecorino en las de Sardegna.

Cuando mi padre murió, mi madre Maddalena Ghio, tu abuela materna, se quedó sola con 9 hijos por mantener. Mis hermanos y mis tíos se encargaron del velero y de los botes de pesca. Yo era el más joven así que a mí me tocaba buscar fortuna en Sudamérica. De casualidad elegí el Perú en vez de New York. Algunos de mis paisanos, casi todos navegantes, comerciantes y pescadores, otros desembarcados clandestinamente, habían abierto sus bodegas entre el Callao y Lima. Los negocios iban viento en popa y solicitaban jóvenes de la Liguria para que ayudasen a los primeros emigrantes.

Un día tu abuelo vino de Lima a Riva Ponente para buscarle esposa a tu padre, Giobatta Zolezzi. Eligió a mi hermana Filomena, tu madre, que en ese entonces tenía 16 años. Mi cuñado que sabía que quería irme al Perú me ofreció apoyo asegurándome casa y trabajo. Así fue como decidí partir en diciembre de 1875 a bordo del vapor Gottardo.

En esa época había en Genova una agencia de viajes que se llamaba Compañía Transatlántica, que era dueña de numerosos vapores; pero yo preferí irme en la compañía de los Demartini Antonio de Chiavari, que desde 1866 tenía los vapores postales a Sudamérica. La ruta a los puertos del Pacífico, Valparaiso y Callao, era cubierta por el Gottardo.

El gran día del embarque ha llegado

A las 3.00pm del 15 de diciembre de 1875 me fui al puerto de Genova a embarcarme en tercera clase. Los precios de los pasajes para el Callao eran los más costosos. Llevaba pocas cosas conmigo: una chompa de lana de oveja tejida por mi madre, un par de calzoncillos también de lana; la ropa nueva la tenía puesta; una camisa a rayas de recambio, dos mandiles, pañuelos para el cuello y mi gorrito azul de marinero.

Al llegar me encontré con una masa de gente llevando cajas y sacos, mujeres con niños en brazos, todos abarrotados en las bancas del puerto de Genova a la espera de subir las escalas del vapor. La nave se mostraba imponente y daba sensación de seguridad. En medio del caos, gracias a que estaba solo, logré subir rápido. No tuve que perder tiempo en mostrarle al Comisario de a bordo una serie de documentos, como sí tenían que hacer las familias de varios miembros, que ni bien pasaban todos los controles las dividían en hombres por un lado y mujeres y niños por el otro. Se escuchaba llantos y gritos de estos últimos, como si se sintieran perdidos, incapaces de orientarse en ese laberinto caótico, extraviados hasta poder encontrar las escalas que los llevarían a bordo.

El último adiós a la Madre Patria

A las 9.00pm, luego de habernos dado un recipiente de lata para nuestros alimentos, junto con una cuchara y un tenedor, la tripulación nos distribuyó la ración: recuerdo haber comido una especie de caldo que consistía en un poco de carne con pan encima. Media hora más tarde nos asignaron nuestros lugares para pasar la noche, hombres por un lado, mujeres y niños por el otro. Cuando todo estuvo en orden los oficiales gritaron: “¡Suelten los amarres! ¡Listos para zarpar!” Aproveché el momento para subir las escalas que me conducirían al puente de proa; un oficial me cerró un reja en la cara y me dijo: “Tercera clase al pozo de popa”.

Regresé al pozo de popa y encontré una gran cantidad de emigrantes que veían como se distanciaban de Genova iluminada. De repente alguien sacó un pañuelo blanco y lo agitó al viento en señal de adiós. A medida que las luces de la ciudad se alejaban me iba dando cuenta que estaba dejando mi tierra, mi familia, todo aquello que conocía. Aquel recuerdo es todo lo que me queda.

El Golfo del León y el Mar de los Sargazos

Durante la primera noche de navegación tuvimos un avance de lo que sería el resto del viaje. Yo, a pesar de ser un jovencito, estaba bien preparado. Por años había escuchado las historias de los viejos marineros que contaban sobre la pésima fama del Golfo del León. Incluso decían que se llamaba así, león, porque las olas se batían furiosas como zarpazos contra las embarcaciones, tal cual como hace un león cuando defiende a sus crías. Yo más bien pensaba que ese remezón de aguas dependía de las corrientes que se encontraban en dicho punto en el Mediterráneo.

Luego de haber atravesado el Golfo del León, dejamos el Mediterráneo y nos adentramos en el océano Atlántico. Yo que había aprendido de los viejos lobos marinos, los soplidos del viento y el juego de corrientes de nuestro mar ligure, no lograba entender de donde nacían esas olas infinitas y de dónde soplaba el viento.

Cuando le pregunté a dos marineros qué ruta seguía el vapor, me dieron pocas explicaciones. Sólo supe que estábamos en aguas del mar de los Sargazos y que estábamos aprovechando la corriente ecuatorial, la corriente del Brasil.

La navegación por el Atlántico

Los días y las noches eran iguales. No importaba donde pusieses la mirada, sólo veías un mar infinito. De día, bancos de peces, tal vez tiburones, seguían la ruta del vapor. Extrañas aves parecían querer caer en picada sobre las personas que miraban el mar desde el pozo de proa. Mi madre Maddalena me había dado un saquito de yute lleno de galletas, “para cuando te dé hambre”, me dijo. Pero de vez en cuando, un poco para romper con la monotonía, lanzaba pedazos de galleta al mar solo para ver cómo las aves se tiraban en picada por ellos. Más tarde me di cuenta que era un juego estúpido el que estaba haciendo. La situación no cambiaba y los días pasaban siempre con su monotonía. Las familias se recomponían en día para luego dividirse en las noches. No había muchos jóvenes como yo para buscar compañía; me llamó la atención una jovencita que viajaba con su madre y su tía, creo que para casarse en Argentina o Brasil.

A cierto punto del viaje hice amistad con una familia, los Repetti, padre, madre y sus tres hijos. La más grande era una hermosa chiquilla de 16 años. Cuando nos encontrábamos, siempre con la presencia de sus padres, me miraba de reojo. Nunca hablaba. Un día uno de sus hermanos me dijo que era tartamuda. Yo me decía a mí mismo que para una mujer estar callada era una gran ventaja. Más adelante en el viaje, cuando la nave atracó en La Plata, los Repetti se bajaron.

Nunca olvidaré cuando el vapor estaba por acercarse a la línea ecuatorial. ¿Qué era exactamente esta línea que dividía la mundo en dos? Ni siquiera yo podía entenderlo. La gente en el vapor estaba emocionada. No tanto para los de tercera clase porque no estaba prevista una fiesta para nosotros. Sí en cambio en primera y segunda clase, donde se estaba preparando una fiesta tipo fin de año para cuando la nave atravesase la línea ecuatorial.

La llegada a la línea ecuatorial

Entre los pasajeros logré escuchar a unos cuantos que esperaban ver en el océano una línea flotante que separase el hemisferio norte del hemisferio sur. Obviamente no vimos nada de eso, más bien se nos informó que apenas pasáramos la línea ecuatorial veríamos por fin América. Sin embargo, pasaron 20 días y la tierra firme parecía sólo un sueño. Si durante esos días hubiéramos visto aunque sea una isla habríamos creído que más allá había un continente llamado América. En cambio los días transcurrían en el pozo de popa, abarrotado de gente, en medio de malos olores corporales y de vez en cuando de alguna bocanada de aire fresco, cuando el tiempo lo permitía.

¡Finalmente, Uruguay a la vista!

¡Finalmente tierra! ¡Uruguay a la vista! Subimos emocionados casi todos a cubierta. Quien se imaginaba ver una tierra exuberante, sufrió una decepción: una costa plana de color rojiza y sin árboles se mostraba ante nuestros ojos. “¡Es Montevideo, Montevideo!”, grito alguien por ahí.

Los que estaban por desembarcar se habían aseado con la poca agua dulce que tenían a disposición. No podían hacer menos era parte del decoro nacional. Las madres le habían pasado las tijeras a los cabellos de sus hijos, muchos de ellos con verdaderos matorrales apretados que hacían imposible el uso del peine. Una gran cantidad de emigrantes desembarcó en este puerto.

No sólo habíamos recuperado la moral luego de haber visto tierra, sino que además nuestra situación mejoró un poco porque había más espacio para todos. Aumentaron las raciones diarias de agua y mejoró también la comida. Cierto que si bien era poco nosotros lo llamábamos “mejoras”; comparado con lo de antes, esto era más que suficiente para mantenernos contentos.

El terrible paso del Cabo de Hornos

Nos estábamos acercando al Cabo de Hornos. Tú debes saber sobrino mío que el Cabo de Hornos representaba el reto más grande para un capitán de esos tiempos. Ya el nombre de la tierra donde estaba situado metía miedo: Tierra del Fuego. El promontorio se erguía como un triángulo cuya punta en alto hacía de parte aguas entre las tumultuosas corrientes de los dos océanos: Atlántico y Pacífico. El paso de esta zona despertaba terror, no sólo entre los pasajeros, sino también entre los marineros que debían gobernar la nave. Parecía que los dos océanos se encontraran aquí, frente a frente, en una lucha espectacular, donde viento y agua medían sus fuerzas. Los vientos australes azotaban las costas y los flancos de la nave. No podías estar en cubierta, el único punto de observación eran las portillas del salón de primera clase.

Cuando estuvimos frente al promontorio se estaba avecinando la noche. Antes de acostarme en mi litera me vinieron a la mente los relatos de nuestros viejos contramestres de la Riviera que habían navegado estas aguas en sus bergantines de cascos de madera, afrontando el reto más audaz de la época, salir vivos del Cabo de Hornos y llevar a casa la mercadería y el bergantín intactos. Hombres de acero en naves de madera. Así definían a los navegantes de las dos Riviera Ligure.

Pensando en esos viejos lobos de mar me quedé profundamente dormido. De pronto me despertó un movimiento anómalo, como si la nave en vez de ir hacia adelante en su ruta, fuese arrastrada hacia adelante y luego a la izquierda. “¡Llegamos al Cabo de Hornos!”, pensé. Me parecía escuchar debajo de nosotros, en la sentina de la nave, un extraño chapoteo de agua. Mi estomago iba de arriba abajo según la ola donde se trepaba el vapor. Un emigrante de la hamaca de al lado no resistió más, se puso nervioso y empezó a vomitar.

Yo como buen marinero ligure busqué el saquito de yute con las galletas, comí un poco y convencí a los demás que hicieran lo mismo. Un poco de galletas bastaba para absorber los líquidos que había en el estómago.

Con la ayuda de la Madonna del Buon Viaggio pasamos Cabo de Hornos y nos adentramos en el océano Pacífico.

Libro Via delle Americhe de Mirella Zolezzi

Hasta aquí parte del relato de Giovanni a su sobrino Lorenzo Policario. Si te interesa saber más de esta historia y otras más de emigración italiana a Sudamérica te recomiendo que leas el libro Via delle Americhe de Mirella Zolezzi, lo puedes encontrar en Amazon: VER LIBRO. Espero que esta información haya sido de tu agrado. ¡Hasta pronto!

Gino Amoretti
Gino Amoretti
Direttore fondatore del giornale online Il Messaggero Italo-Peruviano. Scienze della Comunicazione, Università di Lima. director fundador del diario online Il Messaggero Italo-Peruviano. Ciencias de la Comunicación, Universidad de Lima.

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